El ROCK PROGRESIVO CLÁSICO resucita desde las catacumbas con alma futurista

¿Qué hace eterno al ROCK PROGRESIVO CLÁSICO en plena era digital? El ROCK PROGRESIVO CLÁSICO resucita desde las catacumbas con alma futurista

El rock progresivo clásico nunca murió. Solo se disfrazó de niebla, se escondió en vinilos polvorientos y resurgió donde menos se le esperaba: en videojuegos, en bandas sonoras, en las cavernas del streaming más oculto 🌀. Hace tiempo entendí que este género no es solo música, sino un idioma secreto, una alquimia de sonidos que aún hoy nos habla desde el fondo de una catedral psicodélica que se construyó entre los años setenta y un futuro que no termina de llegar.

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El rock progresivo clásico, lejos de ser un cadáver glorificado por melómanos nostálgicos, vive y respira en nuevas formas. Y no me refiero a los dinosaurios habituales —Yes, Genesis, Pink Floyd, que ya tienen reservado su lugar en el Olimpo—, sino a esa galaxia menos visible, la de las bandas que se mueven en los márgenes, que desafían el olvido sin perder un ápice de grandeza.

La otra aristocracia del prog que el mainstream ignoró

En el fondo, lo más fascinante de este universo nunca estuvo en las portadas de Rolling Stone. Lo encontré en rincones oscuros y pasillos estrechos de tiendas de segunda mano. Allí, Renaissance me ofreció un té musical con piano clásico y voz angelical, entre la melancolía y la magia del folk inglés. Nadie me había hablado de Ashes Are Burning, pero fue como abrir un diario íntimo escrito por una musa victoriana con sintetizadores.

Después llegaron los holandeses de Focus, con su delirio instrumental, como si Bach y Hendrix hubiesen tomado ácido juntos. Moving Waves es más que un disco: es un puente entre la disciplina y el caos. Y no hablemos de Greenslade y su doble teclado (sí, doble, como si uno solo fuera para cobardes). Su Spyglass Guest es una invitación a vagar sin mapa por una ciudad futurista construida con ladrillos barrocos.

¿Y qué decir de Gryphon? Mezclar música medieval con progresivo suena a idea de borracho con doctorado, pero Red Queen to Gryphon Three demuestra que el resultado puede ser tan brillante como un ajedrez tocado por duendes. Y sí, aunque a muchos les sorprenda, también hay que incluir en esta estirpe subestimada a The Grateful Dead. En Estados Unidos son semidioses, pero fuera, muchos aún no comprenden que sus interminables jams eran progresivas antes de que el término se volviera etiqueta.

«No todo lo grandioso hace ruido»

Cuando el rock soñaba con el infinito

El rock progresivo nació como lo hacen los mitos: de una necesidad profunda de romper con lo mundano. En aquel periodo, mientras la psicodelia dibujaba espirales en el aire, algunos músicos decidieron ir más allá. Tomaron estructuras clásicas, jazz y experimentación sonora, y lo envolvieron todo en portadas de ciencia ficción y letras que citaban a Platón, Lovecraft o cualquier cosa que sonara misteriosa.

Los años 70 fueron su edén: suites de veinte minutos, órganos Hammond, guitarras que parecían narrar epopeyas sin palabras, y bateristas que usaban más platos que una vajilla nupcial. Pero luego llegaron el punk y la música disco con su filosofía de “menos es más”, y el prog fue tildado de pomposo, anticuado, elitista. Sin embargo, como los buenos villanos de las sagas, el prog no murió. Cambió de forma. El neo-prog de los 80 —con bandas como Marillion, IQ o Pendragon— trajo una versión más digestible, sin renunciar a la elegancia.

Y luego vino la avalancha metalera y electrónica. Dream Theater se convirtió en un gimnasio de músicos virtuosos. Porcupine Tree, con Steven Wilson a la cabeza, demostró que el alma del prog podía sonar melancólica y moderna. Y Opeth, desde Suecia, fusionó el death metal con pasajes acústicos, como si un vikingo se sentara a meditar bajo una aurora boreal.

«El prog nunca fue moda, fue mapa»

Space rock o cómo convertir el vacío en sonido

Si el rock progresivo es una novela, el space rock es una saga galáctica con efectos especiales incluidos. Pink Floyd, por supuesto, marcó el canon. Pero Hawkwind y Gong decidieron abandonar la atmósfera terrestre por completo. El space rock no se contentó con sonar bien: tenía que parecer salido de una película de ciencia ficción hecha con neón, LSD y filosofía oriental.

Este primo cósmico del prog sigue hoy vivo en bandas como Starset, que mezcla metal, narrativa sci-fi y espectáculos visuales que parecen diseñados por un ingeniero de la NASA con alma de artista. O Porcupine Tree, que hace tiempo dejó claro que los silencios también pueden viajar a la velocidad de la luz. En el space rock, no hay coros pegajosos. Hay atmósferas, capas, loops, delays. Un universo de sonido que se expande como la propia galaxia.

👉 Como señalan en este artículo de Yucatán Cultura, el space rock no es solo un subgénero, es una experiencia sensorial total.

El futuro es retro, pero digital

La mayor ironía del rock progresivo clásico es que ahora vive su nueva juventud en la era digital. ¿Quién lo diría? Aquel género nacido entre cables analógicos y portadas dibujadas a mano ha encontrado su hogar en los píxeles y algoritmos. Los videojuegos son el nuevo escenario para el prog: composiciones interactivas, atmósferas narrativas, niveles con lógica sonora.

Este artículo detalla cómo los elementos del prog clásico se integran en experiencias inmersivas de entretenimiento online, añadiendo capas emocionales y profundidad argumental. Es como si el Mellotron hubiera mutado en código binario.

Y ahí está Hällas, con su estética retro-futurista impecable, lanzando discos como Isle of Wisdom, que podrían ser bandas sonoras de una película de ciencia ficción setentera aún no filmada. Los riffs, los sintetizadores, las voces cargadas de eco: todo suena antiguo y nuevo al mismo tiempo. Como si Uriah Heep y Blade Runner hubiesen tenido un hijo.

En esta reseña de ProgRockJournal, se describe a Isle of Wisdom como “una sinfonía heroica envuelta en luces de neón”. Yo no habría podido decirlo mejor.

Y si hay bandas que llevan el progresivo al extremo más enigmático, esas son Jacula y Psicotropia. Uno entra en sus discos como quien se adentra en un templo esotérico: incienso, susurros, órganos góticos. No todo es técnica: el misterio también progresa.

“El rock progresivo clásico es el sueño lúcido de la música”

“Quien canta sus delirios no teme al silencio” (adaptado de un proverbio sufí)

El prog clásico no desapareció, mutó en nuevas dimensiones

Lo retro prog se fusiona con el espacio digital

A veces me pregunto qué pensaría un joven de hoy si su primer contacto con el rock progresivo fuera un juego de realidad aumentada, una banda sueca vintage o una playlist perdida de Renaissance. ¿Lo entendería? ¿Lo sentiría? ¿Se dejaría arrastrar por esos paisajes sonoros como hicimos nosotros entre portadas de Roger Dean y casetes rebobinados con bolígrafos Bic?

Porque si algo tiene el rock progresivo clásico, es eso: la capacidad de colarse por las rendijas del tiempo. Puede sonar antiguo y vanguardista, medieval y cósmico, pomposo y delicado. Puede venir de una banda olvidada como Gryphon o de un nivel oculto en un videojuego indie. Y aún así, siempre te lleva más allá. Donde las canciones no terminan, solo mutan. Donde la música no entretiene, sino transforma.

¿Volverá el rock progresivo clásico a dominar escenarios y emisoras? ¿O es justamente en su misterio, en su marginalidad luminosa, donde reside su verdadera fuerza?

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