¿Miss Saturne ilumina la nostalgia ochentera o inaugura algo más?
Miss Saturne promete un viaje retro que late en clave pop
Miss Saturne me guiñó un ojo desde un casete gastado y, ¿sabes?, acepté el desafío 🎧
Miss Saturne, aquella criatura de neón que Fortiche ha sacado del bolsillo secreto de los ochenta, no se contenta con deslizarse por la vía del tren nocturno que parte de Niza; también se cuela en mis recuerdos, cambia la aguja del tocadiscos y me obliga a confesar que la adolescencia —esa fiera— nunca muere, solo se disfraza de mixtape para volver a cantar. La serie todavía está en los tableros de dibujo, cierto, pero ya palpita con diez entregas ágiles, diez minutos cada una, como si fuesen latidos que empujan al corazón anclado en la década dorada de los sintetizadores startefacts.com.
Me detuve en Mercy, la chica de dieciséis años que huye con Tom mientras los ecos de un pasado incómodo martillean el vagón. En el papel suena sencillo: un coming-of-age, un duelo, un puñado de identidades que buscan sitio. Pero también late una enredadera de preguntas inesperadas: ¿qué sucede cuando tu dolor decide cantar en formato New Wave? ¿Qué demonios guardan dos adolescentes en una maleta que parece más grande por dentro que por fuera? Cada flash-back es un riff de guitarra que araña la memoria y la obliga a refrescarse con laca y purpurina.
miss saturne surfea la ola retro mientras descompone el futuro
Fortiche, el estudio que encendió Netflix con Arcane, se ha pasado al «diez por diez», un formato tan efervescente que no da tiempo a bostezar forticheprod.com. Pero también se han entregado a la osadía estética que reclama una paleta fluorescente, texturas en 2D que coquetean con lo tridimensional y un puñado de sombras alargadas como hombreras. La guionista Louise Silverio, curtida en radiografiar intimidades, perfila los silencios para que griten; la directora de arte Anne Raffin pinta con luz de videoclub; y Barbara Israël vigila, novel en mano, como quien protege un secreto que se desborda entre fotogramas.
“Los ochenta nunca terminaron, solo se mudaron de piso”.
“El duelo baila mejor cuando alguien sube el volumen”.
Hace tiempo, mi tío me explicó que la melancolía es un reproductor portátil: cabe en el bolsillo, pero pesa como un ladrillo. Así intuyo a Mercy, auriculares soldando la realidad a un pasado que persiste. Entre rasgueos de guitarras y teclados siderales, la serie se promete generacional, sí, aunque la palabra “generación” quede pequeña para un tren que recoge a cualquier espectador dispuesto a dejarse despeinar por el viento de la vía.
debajo del neón hay cicatrices que chisporrotean
Dicen los productores que Miss Saturne será un “dramedy” juvenil. Pero también advierten que las risas no llegan gratis: cada carcajada empuja una piedra dentro del zapato. Imagino un episodio donde Mercy tararea «Just Can’t Get Enough» mientras su espejo devuelve la mirada de aquella niña que se quedó sin palabras tras un adiós prematuro. El duelo se convierte en coreografía, el dolor en estribillo, y no queda más remedio que seguir bailando para no perder el compás.
En la reciente edición del festival de Annecy —ese hervidero donde los dibujos animados se ajustan los tirantes— Fortiche abrió la maleta y dejó escapar chispas sobre la colaboración con ARTE France y Les Storygraphes imdb.com. ¿Por qué confiar en una cadena pública europea para una serie que aspira a latir en TikTok y a rugir en Twitch? Porque hay trenes que unen mares: el clasicismo de la señal abierta confluye con la rebeldía digital y, de ese choque, la chispa prende como un mechero en plena discoteca.
“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.”
—Proverbio tradicional
Me paro a pensar en la música: New Wave, claro, pero también un pulso de funk y un salpicón de guitarras post-punk que huelen a after-shave barato. En los pasillos del estudio, aseguran que cada episodio se abre con la aguja cayendo sobre una cinta distinta. Pero también deslizan que Mercy no solo escucha canciones: las mastica, las reescribe con el boli Bic, detiene el rebobinado justo antes del estribillo fatal… y ahí la pantalla se queda en pausa, como si el celuloide tomara aire.
“miss saturne no es una postal, es un casete que se enreda a propósito”
En esta historia no hay moraleja empaquetada. Mercy y Tom huyen, sí, pero también fabrican su propia canción de cuna con retales de guitarras eléctricas. Fortiche corre la cortina y abandona el realismo mágico de Piltover para abrazar la crudeza luminosa de un tren nocturno donde cada vagón es un recuerdo. Entre grafitis, luces de fluorescente y espejos empañados, los personajes sacan sus fantasmas a pasear como quien saca un walkman de la mochila: con resignación tierna y un punto de orgullo.
Al cruzarme con su teaser —breve, casi clandestino— pensé en un refrán que mi abuela soltaba cuando el mundo se tambaleaba:
“Cuando la tormenta se enamora del relámpago, la noche se vuelve día.”
En Miss Saturne, la tormenta personal estalla con destellos de neón. Pero también arroja la posibilidad de una tregua: la música como salvavidas, la amistad como el subgrave que sostiene los agudos del miedo.
Resumo un latido para los impacientes: Mercy corre, la cinta gira, el dolor canta, la pista arde.
entre nubes de laca y promesas de libertad
Algunos puristas temen que la estética ochentera sea puro disfraz. Sin embargo, Fortiche domina el arte de la máscara: bajo la chaqueta brillante late el músculo del relato. La productora Annelyse Vieilledent insiste en que el proyecto “resuena a través de generaciones”. Pero también insinúa que ese eco depende de nuestra voluntad de escuchar con los oídos recién estrenados ca.news.yahoo.com. El tren de Mercy no admite asientos numerados; se entra con un salto, como en aquellas películas en las que el héroe se aferra al vagón en marcha.
Me pregunto si los espectadores de hoy —acostumbrados al scroll infinito— aceptarán la cadencia de un mixtape que obliga a oír cada canción entera. Quizá sí, porque la brevedad de los episodios imita la fugacidad de un reels, pero también la desborda al exigir atención plena: si parpadeas, el casete se traga la cinta.
“Cada fotograma es un sintetizador que confiesa sus pecados en voz alta”.
Fortiche, por su parte, busca socios internacionales. No es un capricho: el idioma de los riffs ochenteros es universal, pero la financiación siempre necesita traductores. Pienso en ese loco equilibrio entre arte y contabilidad, tan viejo como los videoclips de MTV. Pero también en la osadía de un estudio que coloca el corazón por delante de la calculadora.
un filo de nostalgia que corta en presente
Hace tiempo, Mercy —aún sin estrellas en la chaqueta— descubrió que su nombre rimaba con «mercy killing»; decidió entonces que su propia piedad sería negarse a olvidar. Esa anécdota, cuentan, quedó fuera de la novela de Israël pero sobrevuela el guion como un murciélago de purpurina. En la pantalla, su mirada se clava en el retrovisor del tren. Y, justo cuando creemos haber entendido el trauma, una nueva canción revienta y la cronología hace trizas nuestro mapa.
Me gusta que Fortiche huya de la moralina. Años atrás, otra compañía habría rematado la trama con lecciones de manual; aquí, en cambio, la lección se licúa en acordes, como un cóctel servido en vaso de plástico. Pero también late la conciencia de que la música puede ser refugio y cuchillo a la vez: basta con girar el casete al revés.
¿hasta dónde ruge un sintetizador cuando nadie tapa sus oídos?
Mientras escribo, oigo en mi cabeza aquel arranque de «Blue Monday». Imagino a Mercy rehecha de neón, su rostro iluminado por la ventanilla; imagino a Tom señalando la luna que salta de poste en poste; imagino los créditos finales flotando sobre un teclado Roland que chisporrotea. Pero también me pregunto si el espectador dejará la serie en pausa para correr a rescatar su viejo walkman del cajón.
Tal vez ahí resida la hazaña: no solo emocionar, sino provocar una arqueología doméstica del sonido. Las series vienen y van, las canciones se quedan como cicatrices que a veces duelen al cambio de estación. Miss Saturne promete derribar la cuarta pared a golpe de estribillo: cuando Mercy pulse “play”, quizá el público recuerde que la propia vida tiene banda sonora, solo hace falta subir el volumen.
“La nostalgia es un espejo retrovisor que también sirve de parabrisas.”
la última nota se esconde bajo el ruido
No pretendo desvelar el final —ya he mirado demasiado por la cerradura—, pero tampoco quiero guardar silencio: la noche del tren sabe a despedida perpetua, a ese instante en que las luces de la estación parpadean y uno decide si baja o sigue hacia el túnel. Mercy y Tom eligen la fuga, sí, pero también abrazan la promesa de que la identidad nunca es estación final; siempre puede ser remezcla.
Y tú, lector que quizá aún conservas tu primera cinta en una caja de zapatos, ¿te atreverás a rebobinarla para descubrir qué latía entre los huecos de silencio? ¿O dejarás que Miss Saturne te lo susurre en la penumbra, cuando la puerta del vagón se cierre y el sintetizador, por fin, muerda la oscuridad?