¿Qué secretos esconde el JARDÍN DE NIJO de San Román? El arte retrofuturista que se oculta tras la calma japonesa
El “JARDÍN DE NIJO” es más que un cuadro, es una escena detenida en una vibración ancestral que huele a pintura húmeda y a recuerdo de musgo. 🎋
Hace tiempo, mientras recorría una galería con la mirada gastada de quien ha visto demasiado, tropecé con un lienzo cuadrado que no gritaba para llamar la atención, pero cuyo silencio era tan espeso que me hizo detenerme. “EN EL JARDÍN DE NIJO”, rezaba la cartela. Y debajo: Miguel González de San Román – San Román. ¿Doble apellido o repetición intencionada? No lo sabía. Pero sentí que ese cuadro, sin hacer ruido, me estaba contando algo que aún no entendía.
Me acerqué, y lo primero que noté no fue el color ni la forma, sino la textura. Una técnica mixta que parecía más geografía que pintura. Acrílico sobre lino, pasta que se acumulaba en relieves como los estratos de una roca vieja. Era pintura, pero también era topografía, arquitectura, ruina. Algo en el uso del material hablaba de un tiempo detenido, como si el cuadro fuera una cápsula arqueológica que alguien hubiera enterrado con la esperanza de que siglos después alguien como yo la descubriera.
“La pintura no es para mirar, es para entrar”, decía alguien.
Y yo entré.
Origen: EN EL JARDÍN DE NIJO | Miguel González de San Román – San Román
Un cuadro que huele a incienso
Lo primero que evocó mi memoria fue Kioto. El Jardín de Nijo, claro, no como postal sino como murmullo. Ese tipo de lugares en los que el viento parece tener edad, y los árboles son tan viejos que ya no tienen nombre, solo sombra. No sé si San Román ha estado allí. Tal vez no. Pero su cuadro no copia el jardín: lo sueña. O mejor dicho: lo recuerda con la precisión que solo permite el olvido.
El Jardín de Nijo —el real— pertenece a un palacio imperial del siglo XVII. Pero el de San Román es más íntimo, más ensoñado. Aquí no hay turistas con cámaras, ni cartelitos de “no pisar el musgo”. Aquí todo es contemplación. O lo sería, si no fuera por esa tensión que vibra bajo la calma aparente del lienzo. Porque sí, es un jardín. Pero también es un mapa de fracturas.
“Lo que no se dice, pesa”, decía mi abuela. Y este cuadro está lleno de eso que no se dice.
El retrofuturo de la pintura lenta
A veces, cuando me enfrento a obras así, me acuerdo de los relojes de arena. No solo por lo que representan, sino por lo que exigen: espera. San Román no pinta para las redes, ni para el algoritmo, ni para decorar hoteles boutique. Su obra parece lanzada desde otro tiempo, tal vez de un futuro que recuperó la lentitud del pasado.
Hay algo casi retrofuturista en su forma de usar la materia. La pasta acrílica sobre lino no está ahí para simular, sino para declarar presencia. El cuadro pesa. Y no solo en sentido literal. Su peso es el del silencio, el de las cosas que resisten ser entendidas a la primera.
Y es curioso, porque en una época en la que todo se escanea, se imprime y se filtra con inteligencia artificial, San Román sigue confiando en la vieja alquimia entre el gesto, el pigmento y la superficie. Eso no es nostalgia, es coraje.
“La belleza no siempre brilla. A veces se arrastra.”
Pintar contra el ruido
San Román nació en Vitoria-Gasteiz en 1952. Lo digo porque no es un dato menor. Vitoria tiene esa extraña mezcla de niebla vasca y precisión castellana. Allí el silencio no es vacío, es contención. Y uno siente que esa sobriedad climática y cultural ha filtrado en sus pinceles. No hay exageración en su obra. No hay pirotecnia. Pero tampoco timidez.
A lo largo de su carrera ha expuesto en nueve ocasiones de forma individual. Y aunque no son muchas —comparado con artistas que viven de la autopromoción—, cada una parece haber sido una declaración. No expone por exponer. No vende por vender. Y eso se nota también en el precio de su obra: 5.700 euros por este lienzo de 120 x 120 cm. Una cifra que suena justa si uno entiende que no está comprando un objeto, sino una atmósfera.
“Comprar arte no es decorar una pared. Es invitar a alguien a vivir contigo.”
Jardines secretos y guerras calladas
Hay algo profundamente humano en representar jardines. Desde los persas hasta los japoneses, desde el Edén bíblico hasta los patios andaluces, los jardines son una metáfora de lo que aspiramos a construir contra el caos. Pero también son un intento de domesticar la naturaleza. Un jardín es siempre un campo de batalla entre lo salvaje y lo ordenado. Y eso es lo que parece sugerir San Román: el equilibrio solo es posible si aceptamos que siempre está a punto de romperse.
En su lienzo hay zonas más densas, casi tectónicas, donde la pasta forma barreras o muros. Y hay otras áreas donde la pintura fluye más ligera, como si respirara. Ese contraste no es casual. Es un mapa emocional, una coreografía interna. Como si nos dijera: “Aquí está lo que mostré. Y aquí, lo que tuve que esconder.”
El arte como contemplación feroz
Hay un tipo de pintura que pide ser mirada. Otra que exige ser entendida. Y luego está esta: la que te desafía a quedarte en silencio. Como quien se sienta frente a un estanque y espera a que un pez se asome.
San Román no pinta escenas. Pinta estados. Pinta una especie de espiritualidad laica, si se me permite el oxímoron. No hay figuras, no hay narrativa explícita. Pero hay presencia. Una presencia que no necesita ser explicada para ser sentida.
“La pintura no es lo que ves. Es lo que te obliga a sentir cuando dejas de verla.”
“San Román – San Román”, la firma que se dobla
Me detuve también en su nombre. Esa repetición misteriosa. ¿Es una insistencia? ¿Una broma privada? ¿Una forma de recordarse a sí mismo quién es? No lo sé. Pero me intriga. Como todo en su obra, hay en esa duplicación un eco, una sombra, un espejo.
Y si algo define su estilo, es precisamente eso: la duplicidad. Entre lo material y lo espiritual. Entre lo japonés y lo vasco. Entre la calma y la tormenta. Nada es literal en su pintura, pero todo es concreto. No busca gustar. Busca quedarse. Y lo logra.
“Todo jardín es un intento de detener el tiempo con flores.”
(Kenzo Ogata)
“Pintar es clavar el alma en un clavo invisible.”
(Tradición oral del País Vasco)
Una obra para los que aún saben mirar
El “JARDÍN DE NIJO” no se cuelga, se medita. Y en ese sentido, es más experiencia que objeto. Como un haiku visual. Como una puerta que solo se abre si sabes callar. En una época que premia lo ruidoso, San Román pinta para los que aún saben escuchar.
No sé si alguien acabará comprando esta obra. Pero si lo hace, ojalá no la encierre en una sala blanca con halógenos. Ojalá la cuelgue frente a una ventana, donde la luz cambie a lo largo del día. Ojalá la deje respirar. Porque hay cuadros que no son decoración. Son compañía.
Y ahora me pregunto:
¿Cuántos más jardines secretos como este están esperando ser descubiertos?
¿Y cuántos ojos sabrán detenerse ante su silencio?
¿Quieres explorar tú también ese jardín? Puedes verlo directamente aquí en ArteInformado.
¿Y tú? ¿Te atreverías a entrar en un cuadro que no quiere contarte una historia, sino hacerte sentir parte de ella?