¿Existe un lugar secreto para los muertos que amamos? El cielo de los animales es más real que el de los hombres
El cielo de los animales no está arriba, ni brilla, ni tiene puertas doradas. Está aquí abajo, entre nosotros, camuflado entre la resaca de un amor perdido, un padre convertido en leyenda urbana, una amistad a prueba de fin del mundo. Y, por supuesto, una sirena sin brazo. 🐬
El cielo de los animales es también ese rincón escondido donde caben todas las despedidas que nunca supimos pronunciar. La película, dirigida por Santi Amodeo y basada en los relatos de David James Poissant, no se esfuerza en consolar ni en moralizar. Nos arrastra, más bien, hacia ese punto exacto donde la muerte y la belleza se dan la mano. Y créanme, es un viaje lleno de baches, pero también de magia.
Origen: mk2 | El cielo de los animales
Una sirena manca, un amor fugaz y el vértigo del trampolín
El amor, como casi todo lo que vale la pena, llega cuando menos lo esperamos y duele cuando más lo necesitamos. Eso le ocurre a Diego, un tipo roto por dentro al que da vida un Raúl Arévalo en carne viva. La vida lo ha dejado fuera de juego, pero justo cuando menos se lo espera, conoce a Amanda. Ella tiene 19 años, un brazo amputado y una forma de mirar que desarma. Saltadora de trampolín. Una sirena manca, como él la llama.
Entre ellos no surge una historia de amor convencional. Nada de eso. Lo suyo es un incendio breve, casi irreal, como esos sueños que uno tiene antes de despertar del todo. Él, el hombre perdido. Ella, la criatura imposible que se lanza desde diez metros sin pestañear. Su historia abre y cierra la película, porque no hay principio sin final, ni despedida sin un primer encuentro. Pero también porque a veces el único modo de recordar algo hermoso es regresando al dolor que lo hizo posible.
“Algunas personas son faros. Otras, naufragios. Y a veces, ambas cosas a la vez.”
El Hombre Lagarto y los monstruos que dejamos en herencia
En otra de las historias que componen esta película episódica, nos topamos con Fran y Benicio, interpretados por Jesús Carroza y Manolo Solo, dos actores que no necesitan levantar la voz para llenarlo todo. Viajan juntos para recoger las pertenencias del padre fallecido de uno de ellos, un hombre del que apenas sabían nada… salvo que, para el pueblo, era El Hombre Lagarto.
Sí, como suena. El Hombre Lagarto. Un apodo que en otra película sería motivo de risa, pero que aquí se convierte en la puerta de entrada a los abismos de la familia, de lo no dicho, de lo que se hereda sin querer. Descubren objetos, silencios, rarezas. Y sobre todo, descubren que incluso los monstruos tienen historia. Que a veces, los padres ausentes nos moldean más que los presentes.
Pero también que cada cual carga con su propio reptil interno, ese que acecha cuando creemos que ya hemos olvidado.
El fin del mundo cabe en un sótano con dos amigos
La tercera historia es la más claustrofóbica, la más delirante, la más absurda en apariencia… y quizás la más cercana. Darío (Claudio Portalo) ha recibido un mensaje apocalíptico: se acerca el fin del mundo. ¿Quién se lo ha dicho? No importa. Lo importante es que lo cree. Y Vega (África de la Cruz), su amiga de toda la vida, decide acompañarlo en su encierro, como si el fin del mundo fuera otra excusa más para reencontrarse con el afecto.
Esta historia es una caverna donde se esconde la mente humana cuando se agrieta. Entre paranoias, rituales absurdos y una amenaza que nunca termina de definirse, asistimos a un ejercicio brutal de ternura camuflada. Porque no hay mayor prueba de amor que encerrarse con alguien en un sótano cuando todos afuera siguen su vida con normalidad.
“Hay quienes huyen del fin del mundo. Y quienes lo convierten en su casa.”
Andalucía como un sueño mal recordado
Podría parecer extraño que estas historias, nacidas en Estados Unidos, terminen flotando en los márgenes de Andalucía. Pero no lo es. Santi Amodeo, con esa sensibilidad tan suya, ha conseguido lo impensable: convertir los suburbios del sur de España en escenarios mentales. En vez de playas paradisíacas o pueblos con encanto, aquí hay carreteras polvorientas, piscinas vacías, bares sin alma, sótanos húmedos. Y sin embargo, todo eso brilla.
Rodada en celuloide, con esa textura que recuerda al cine de antes, «El cielo de los animales» se convierte en una postal borrosa de nuestras emociones más escondidas. Una especie de realismo mágico a la andaluza, donde lo sobrenatural no grita ni deslumbra, sino que susurra.
Es ese tono de extrañeza domesticada, de poesía sin énfasis, lo que convierte a esta película en algo difícil de clasificar y aún más difícil de olvidar.
«El cine que se atreve a no gustarle a todo el mundo»
No es una película fácil. Tampoco lo pretende. Lejos de las modas, El cielo de los animales no ofrece respuestas, ni moralejas, ni redenciones perfectas. Se parece más a una conversación a media noche con alguien que conoces demasiado bien. O a ese libro que no entiendes del todo pero no puedes dejar de leer.
El trabajo de los actores es impecable en su contención. Raúl Arévalo y Paula Díaz, en particular, logran transmitir más con una mirada o un silencio que con cualquier monólogo. La dirección de Amodeo, por su parte, es un ejercicio de confianza en la emoción pura, en el valor de sugerir en lugar de explicar. Como hizo Gordon Lish con Carver, aquí se trata de pelar lo innecesario hasta que quede solo la carne viva.
Cuando el cine toca el alma sin permiso
La película fue seleccionada en la Sección Oficial del Festival de Málaga, y aunque no ganó, dejó huella. ¿Quién dijo que las historias pequeñas no pueden ser inmensas? Esta es una obra que desafía etiquetas, mezcla géneros, salta de lo íntimo a lo onírico con una facilidad que desarma.
Podría contarte que habla del duelo, de la muerte, de la locura o del amor. Pero en realidad, habla de todo eso y de algo más. Habla de lo que no sabemos nombrar.
“Los muertos no se van. Se mudan a los rincones del alma.”
“La muerte no es triste. Lo triste es que la gente no viva intensamente.” – Ángel Ganivet
“La vida es un sueño, y los sueños, sueños son.” – Calderón de la Barca
El cielo de los animales mezcla muerte y magia sin pedir permiso
Hay una belleza secreta en cada adiós si sabemos mirar bien
¿Y si los animales tuvieran realmente un cielo? ¿Y si nosotros fuéramos los animales de alguien más? ¿Y si cada despedida escondiera, en el fondo, una bienvenida secreta? Tal vez no haya que entender esta película. Tal vez baste con sentirla. Y quedarse, por un rato más, en ese lugar donde el dolor también puede ser bello.