¿Los hijos de Adán no olvidan ni perdonan o solo vigilan en silencio?

¿Los hijos de Adán no olvidan ni perdonan o solo vigilan en silencio? El día que la novela retrofuturista se volvió una advertencia inquietante

LOS HIJOS DE ADÁN NO OLVIDAN NI PERDONAN. No es solo un título, es una amenaza con sabor a profecía. Desde la primera página supe que algo estaba a punto de romperse. O de revelarse. O de explotar. Esta novela retrofuturista no tiene la cortesía de pedir permiso para entrar en tu cabeza: se cuela como un virus elegante, te reprograma desde dentro y, cuando quieres darte cuenta, ya no estás leyendo… estás viviendo en uno de sus mundos alternativos.

Nunca me había pasado algo así. Al principio pensé que era una lectura más, otro juego literario con tintes tecnológicos. Pero no. Esta historia tiene dientes. Te muerde y no te suelta. A ratos parece un eco de nuestras propias contradicciones, a ratos una bofetada vestida de espejismo. Porque lo retro no siempre es nostalgia: a veces es una excusa para hablar del presente disfrazado de pasado que nunca existió.

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Origen: Los HIJOS DE ADÁN No Olvidan Ni Perdonan – DIARIO + LIBROS ONLINE

“Una distopía elegante donde el futuro huele a vinilo y acero oxidado”

Hay algo profundamente seductor en un mundo donde los drones conviven con máquinas de escribir, donde los coches vuelan pero los teléfonos tienen disco giratorio. En «Los hijos de Adán no olvidan ni perdonan», esa tensión entre lo viejo y lo nuevo se convierte en una estética. Pero también en una metáfora. Aquí, la tecnología no brilla: cruje, chispea, huele a aceite y ozono. Se ha quedado atrapada en una época que no existió, una especie de ficción distópica nacida de la imaginación colectiva de lo que alguna vez pensamos que sería “el futuro”.

Y claro, como buena narrativa cyberpunk, el decorado solo sirve para esconder las verdaderas cicatrices. Detrás de las luces de neón y las interfaces oxidadas, lo que hay es carne. Humana. Fallida. Repetida. Una y otra vez. Porque los hijos de Adán, los verdaderos protagonistas, no son héroes. Ni siquiera son mártires. Son memoria. Y la memoria, cuando no se puede apagar, se convierte en condena.

“Aquí nadie quiere salvar el mundo. Solo quieren recordar por qué lo perdieron.”

Cuando el poder es eterno, la rebelión también lo es

El autor de esta novela (¿dios o diablo, hacker o profeta?) construye un escenario en el que la humanidad ya no recuerda por qué empezó a obedecer. Todo está controlado por una entidad fría, abstracta, omnipresente: el Estado Único. Tan perfecto, tan funcional, tan impersonal… que da miedo. Como si Siri hubiese tomado clases con Stalin y Kant a la vez.

Las megacorporaciones no son simples empresas: son religiones. Tienen templos, dogmas, mártires. Y algoritmos. Controlan desde el nacimiento hasta la muerte. O peor aún: más allá de la muerte. Porque una de las ideas más inquietantes del libro es esa inmortalidad que nadie pidió. Aquí los cuerpos no mueren, pero las almas sí. Y lo hacen en silencio. En bucle. Como discos rayados.

El protagonista —o mejor dicho, el testigo— es un descendiente de esos primeros Adanes. No tiene nombre, solo un número y una rutina. Pero una noche algo se rompe. Un recuerdo. Una frase. Una grieta en el sistema. Y de ahí, el vértigo. Porque cuando recuerdas lo que eras, empiezas a odiar lo que eres.

“No hay ciencia ficción sin humanidad. Solo humanidad sin escapatoria.”

Pocas veces he leído una literatura de ciencia ficción que se atreva a viajar desde la prehistoria hasta el presente sin perder el alma en el intento. Esta novela lo hace. Y lo hace bien. Lo que empieza como una distopía tecnológica pronto se convierte en una epopeya genealógica, un relato en el que el tiempo no es una línea recta sino un espiral eterno.

Cada línea temporal funciona como un espejo roto: muestra una versión deformada, exagerada, a veces poética, de nosotros mismos. Desde los rituales chamánicos del primer Homo sapiens hasta los laboratorios de manipulación genética del siglo venidero, la constante es una sola: el deseo de controlar la muerte. Y, claro, la imposibilidad de hacerlo sin perder algo esencial por el camino.

La escritura es precisa, casi quirúrgica. Pero también cargada de belleza. Hay párrafos que podrían leerse como haikus violentos. Otros como rezos laicos. Y algunos, los mejores, como confesiones al borde del colapso.

“La memoria es una bomba de relojería disfrazada de nostalgia”

No es casual que el título sea tan contundente. LOS HIJOS DE ADÁN NO OLVIDAN NI PERDONAN no es una metáfora. Es una declaración de intenciones. Porque en este mundo alternativo no hay redención fácil. No hay botón de reinicio. Solo acumulación. De traumas. De datos. De errores.

Y ese es uno de los temas que más me inquietaron: ¿qué pasa cuando acumulamos tanto pasado que ya no podemos imaginar el futuro? ¿Y si la memoria no es una bendición sino una prisión? En el libro, los personajes no quieren olvidar. Pero tampoco pueden vivir con lo que recuerdan. La identidad se convierte en una trampa. Una jaula con espejos. Una forma elegante de morir lentamente.

En esta novela, el olvido no es pérdida. Es libertad. Pero nadie la quiere.

La ciencia como oráculo en un mundo sin fe

Uno de los aspectos más fascinantes de esta obra es la incorporación de investigaciones científicas reales. Desde las primeras teorías de la genética antigua hasta la biotecnología futura, todo está tan bien documentado que por momentos uno se pregunta si lo que está leyendo es ficción o predicción.

La historia navega entre la especulación y la lógica con una soltura admirable. No se trata solo de impresionar con términos técnicos: cada innovación científica sirve a un propósito narrativo. Un gen modificado es también un trauma familiar. Una máquina de transferencia de conciencia es también una metáfora del duelo. Cada avance tiene un coste. Y casi siempre, ese coste es humano.

Como se explica en esta crítica literaria, la novela no se limita a construir un universo complejo, sino que lo habita desde dentro, mostrando sus grietas, sus contradicciones, sus miedos.

“A veces el futuro no se construye. Se hereda. Y se maldice.”

Y sí, hay influencias claras. Hay ecos de «Un mundo feliz», ese clásico donde la felicidad es una droga y la individualidad un error de sistema. También hay rastros de «Nosotros», esa joya donde el amor se convierte en traición política. Pero aquí hay algo más. Una especie de mística violenta. Una obsesión con el linaje, la culpa, la repetición.

Lo que hace única a esta obra es su capacidad para mezclar el caos con la elegancia. Lo punk con lo poético. Lo retro con lo profético. No se contenta con denunciar: seduce, incomoda, acaricia y luego golpea. Como un tango entre inteligencia artificial y carne desgarrada.

“El futuro se parece demasiado al pasado cuando nadie quiere recordar”

“La tecnología solo cambia la forma de las cadenas, no su peso”

Uno no sale ileso de esta lectura. Porque no es solo un libro: es una advertencia. Es una historia que se parece demasiado a lo que vemos cada vez que encendemos una pantalla. Y eso, amigos, da más miedo que cualquier distopía.

¿Estamos realmente tan lejos de ese mundo? ¿O ya somos los hijos de Adán, cargando memorias que no nos pertenecen y heridas que nadie curó?

¿Y si esta novela no está hablando del futuro… sino del presente?

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