Cuando la ciencia ficción retro fue religión secreta

Cuando la ciencia ficción retro fue religión secreta. Lo que las viejas fantasías dicen de nuestra fe en la tecnología

Estamos en septiembre de 2025, en una cafetería de Lisboa que parece sacada de un decorado de Kubrick. Tubos de neón, sillas que imitan cápsulas espaciales y un camarero con uniforme plateado que sirve cafés con nombres como “Láser Doble” y “Cinturón de Orión”. Mientras espero mi taza, saco del bolso un ejemplar desgastado de Galaxy Magazine de 1956. A mi alrededor, la gente revisa TikTok y envía audios con emojis animados. El contraste es brutal. Yo, en pleno siglo XXI, vuelvo una y otra vez a la ciencia ficción retro como si fuera un libro de rezos.

Los hombres del pasado adoraban al futuro como otros adoraban a los dioses”, pienso. Y en parte sigue siendo así.

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Origen: Este Es El Legado Secreto De La Ciencia Ficción Retro

Cómo los viejos sueños se convirtieron en dogmas

La ciencia ficción retro como catecismo del progreso

Lo confieso: crecí pensando que los escritores de mediados del siglo pasado eran una especie de profetas modernos. Ray Bradbury, Arthur C. Clarke o Isaac Asimov no eran simples narradores, eran sacerdotes del porvenir. Cada cuento, cada novela, funcionaba como una homilía: advertencias sobre el pecado de la guerra, parábolas sobre la tentación del poder y hasta relatos de redención a través de la máquina.

Los lectores de los años cincuenta no buscaban solo entretenimiento. Buscaban consuelo, respuestas, un orden cósmico en medio del caos de la Guerra Fría. Era fe disfrazada de literatura pulp.

Johnny Zuri lo diría con su estilo cortante:

“La ciencia ficción retro era la Biblia con cohetes en la portada.”

Y no se equivocaría.


El retro como respuesta irónica al minimalismo actual

Entre cables brillantes y pantallas invisibles

Hoy vivimos rodeados de dispositivos que apenas se ven: móviles delgados como espejos, relojes que parecen joyas sin alma, asistentes virtuales escondidos en cajas negras. Todo minimalista, todo silencioso. Y sin embargo, la estética retro resucita en las ferias tecnológicas, en la moda y hasta en los videojuegos.

¿Por qué? Porque aquellos robots de hojalata con luces intermitentes eran divertidos, casi familiares. Los botones gigantes transmitían confianza. Las palancas daban la ilusión de control. Frente al misterio de la nube digital, el retro nos ofrece el consuelo de lo tangible.

Lo retro nos devuelve la ilusión de que mandamos en nuestras máquinas”, pienso mientras juego con un viejo walkman que aún funciona mejor que algunos smartphones modernos.


Música, anuncios y turismo espacial con perfume retro

Cuando el futuro se vende con el pasado

Hace poco estuve en un festival de música electrónica en Berlín. El escenario estaba decorado como si fuera un planeta de cartón piedra: crateres falsos, platillos voladores colgando del techo y bailarinas vestidas como astronautas de feria. El público no paraba de grabarlo todo con sus móviles, pero el decorado era puro retro de los cincuenta. Lo fascinante es que no se trataba de parodia: era nostalgia sin haberla vivido.

La publicidad juega con lo mismo. Marcas de coches muestran prototipos que parecen sacados de los Jetsons. El turismo espacial de empresas privadas se vende con una estética que recuerda más a 2001: Una odisea del espacio que a los verdaderos manuales de la NASA. El retro funciona porque nos promete un futuro que no asusta, un mañana que parece parque temático.

Johnny Zuri lo suelta con un café en la mano:

“El futuro que nos venden es retro porque el real da pánico.”

El coleccionismo retro como acto de fe

Reliquias de un mañana que nunca llegó

Hay gente que guarda estampitas de santos; yo conozco coleccionistas que guardan robots de hojalata japoneses de los años cincuenta como si fueran reliquias sagradas. Los pagan a precios obscenos en subastas. No los encienden ni los tocan: los contemplan en vitrinas iluminadas como si esperaran un milagro.

Ese coleccionismo tiene algo casi religioso. No importa si el objeto funciona o no; importa lo que representa: un mañana que nunca se cumplió, pero que seguimos deseando. Es como rezar a un dios que nunca se presentó, pero cuya promesa todavía nos tranquiliza.

El retro no es nostalgia, es fe en lo imposible”, me digo mientras recuerdo cómo me peleé en un mercadillo por un póster original de Metrópolis. Y sí, lo compré, aunque costaba más que un mes de alquiler.


Predicciones ingenuas y miedos acertados

Lo que la ciencia ficción retro vio mejor que nosotros

La gracia de releer viejos relatos de ciencia ficción no está en ver qué acertaron, sino en descubrir qué temores siguen vigentes. La mayoría no acertó en los detalles técnicos: no tenemos coches voladores en cada garaje ni colonias permanentes en Marte. Pero sí acertaron en lo esencial: el miedo a perder la libertad, a depender de máquinas que no entendemos, a un mundo dominado por corporaciones invisibles.

Cuando Philip K. Dick imaginó realidades manipuladas por drogas y máquinas, estaba hablando de lo mismo que vivimos hoy con redes sociales y dopamina digital. Cuando Asimov escribió sobre robots obedientes pero peligrosos, estaba adelantando el dilema de las inteligencias artificiales.

Johnny Zuri lo resumiría sin rodeos:

“La ciencia ficción retro falló en los cacharros, pero dio en el blanco con los miedos.”

Lo retro como espejo de nuestra incapacidad para soñar

Una paradoja en pleno siglo XXI

Es curioso: en 2025 tenemos más tecnología de la que aquellos autores se atrevieron a imaginar. Llevamos superordenadores en el bolsillo, mapas del genoma humano y telescopios que nos muestran los confines del universo. Y sin embargo, cuando pensamos en el futuro, seguimos soñando en retro.

Quizá porque la imaginación de entonces era más libre, más infantil, más juguetona. Hoy la ciencia es tan poderosa que asusta, y preferimos disfrazarla con luces de neón y trajes plateados. El retro es la coartada estética que nos permite seguir soñando sin sentir miedo.

El retro es el disfraz amable del futuro cruel”, escribo mientras observo la pantalla de mi móvil que me dice qué debo hacer cada hora del día.


¿Qué dirán de nosotros en cien años?

El futuro convertido en pasado antes de tiempo

Y aquí llega la pregunta incómoda. En 2125, cuando alguien abra un archivo digital con nuestras novelas de ciencia ficción actuales, ¿qué pensará? ¿Nos verán como visionarios lúcidos o como ingenuos que apenas sabían manejar sus propios miedos?

Quizá se rían de nuestras obsesiones con la inteligencia artificial o con Marte. Quizá digan: “mira, en 2025 todavía pensaban que los humanos iban a decidir su destino”. O tal vez encuentren en nuestros relatos lo mismo que nosotros encontramos en los pulp de los cincuenta: pistas de un miedo universal que nunca cambia.

Como dice un refrán portugués que escuché en un mercado:

“El futuro siempre llega disfrazado de pasado.”

Y no puedo evitar pensar que, si es cierto, entonces la ciencia ficción retro no es solo literatura muerta. Es un lenguaje secreto que seguimos usando para rezar al dios más caprichoso de todos: el mañana.

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