Como tratado sobre la desintegración de lo Real, ‘2049’ hace su trabajo demasiado bien: cuando llega el instante de la catarsis, la película titubea y echa mano de subterfugios narrativos. Como si ese gran clímax sensible que fingía estar persiguiendo desde sus primeros compases. El mérito de Villeneuve es conseguir disimular, por medio de un despliegue estético digno de todo elogio, que el centro sensible y narrativo de su película está hueco.
A veces, la responsabilidad de esta descompensación entre retina y cerebro recae sobre un guion ofuscado. En especial en todo lo relacionado con un arquetipo salvífico. Sin embargo, el primordial inconveniente de ‘2049’ es su desinterés por poner los pies en el suelo. La enorme comunión artículo-humana entre Ana de Armas y Mackenzie Davis es el mejor ejemplo de esta alucinante paradoja, capaz de alimentar cada plano de una obra esquizofrénica y en batalla consigo misma, inútil de decidir si su destino natural era el museo de arte moderno o bien el multicine.
La idea de aplicar la tecnología avanzada de la RV al sexo está resuelta con ingenio. Pero no tiene una funcionalidad que justifique su existencia. Villeneuve, como demiurgo de replicantes, debe librar un pulso interior entre su visión arístico-trascendental y el hecho de que tiene la obligación de manufacturar un competitivo producto de consumo.
Esta crítica es parte de: ‘Blade Runner 2049’ te exige agudizar los sentidos y desconectar el cerebro | GQ